Un libro aburrido es aquel que es incapaz de hacer partícipe al lector de la historia que cuenta. La lectura no puede considerarse en absoluto una actividad pasiva, no consiste en consumir en silencio y sin reservas lo que el escritor ofrece sin más, sin mayores preguntas y sin que se establezca una relación entre ambas partes. El escritor debe comprender que por encima de su necesidad de expresarse, existe la realidad ineludible de que su obra necesita a los lectores para existir y alcanzar éxito. Un escritor puede crear una maravilla rebosante de lirismo, repleta de sentimientos propios y personales, pero si tal obra de arte no consigue conectar con el consumidor y, sobre todo, no le invita a involucrarse en la lectura día tras día hasta el final, su logro personal no servirá de nada, salvo para satisfacerse a sí mismo, lo cual supone que nunca superará el anonimato.
Por eso es importante entender que hacer participar al lector en el desarrollo de la narración es fundamental. El escritor debe tener en cuenta en todo momento que al otro lado hay una persona invisible a la que debe seducir para invitarla a continuar leyendo. Se puede decir que se establece así un acto de comunicación en diferido, proyectado en primer lugar cuando el escritor escribe la novela, iniciado solo cuando el consumidor la adquiere en la librería y sostenido en el tiempo a medida que el lector la completa día a día.
¿En qué consiste, como escritor, hacer participar a alguien de una lectura? Pues, como ya hemos introducido en entradas anteriores, principalmente en conseguir que el lector se formule preguntas sobre la historia de la que está siendo testigo, provocar que su curiosidad se despierte y que ello lo obligue a seguir leyendo para satisfacerla. El escritor trabaja sirviéndose de la psique del lector. No necesita entregar todo absolutamente mascado, el lector es suficientemente inteligente como para realizar la la parte del trabajo que le corresponde.
La clave: el reparto de información
El elemento principal para lograr este objetivo es el reparto de información que escritor y lector poseen y en qué porcentaje. El escritor es amo absoluto de su obra, conoce todos los entresijos, todos los datos y lo necesario para comprenderla en tanta extensión como allí donde decida colocar los límites. El lector, en cambio, vive solo de lo que el escritor se permite concederle. Esto coloca al lector en una posición de absoluta inferioridad desde el principio, y lo deja a merced del autor.
Sin embargo, el escritor no es un tirano inmisericorde. El recurso con el que cuenta para equilibrar la balanza del conocimiento entre él y el lector es utilizar a sus propios personajes como contrapeso. Si un lector tiene acceso solo a un porcentaje de información, del mismo modo, el escritor puede decidir que sus personajes dentro de la historia no posean tampoco toda la información disponible, elevando al lector a un escalón similar o superior desde el que puede disfrutar del privilegio de prever o intentar prever lo que va a suceder a los personajes. Así comienza básicamente la participación del lector dentro de la lectura. Cuando el lector puede anteponerse a lo que va a ocurrir de manera consciente, cuando entiende como inminente algo que está por venir, se generan unas expectativas que le interesan y que desea ver resueltas. Y para verlas resueltas necesita seguir leyendo.
La manifestación más clásica de este aspecto de la narrativa es lo que se conoce como suspense. En este caso, el lector siempre cuenta con la misma o más información que el personaje. Es lo que ocurre en la típica escena de una película de terror en la que el personaje se dirige pausadamente a la habitación de la casa abandonada donde nosotros, como espectadores, sospechamos que acecha el monstruo o el asesino en serie. El intuir que el personaje se encamina hacia una situación de peligro mortal, nos obliga a no perder detalle de la pantalla, e incluso a pedir al personaje que se detenga, aunque sabemos que no nos escucha.
“El horror de Dunwich”, Lovecraft
El relato de terror de H.P. Lovecraft, “El horror de Dunwich”, comienza con una descripción pormenorizada de las circunstancias del nacimiento y crianza de Wilbur Whateley, un joven de aspecto horrible y hasta animal criado por su abuelo, que tiene fama de brujo y practicante de las artes oscuras. Al lector se le pone en antecedentes sobre las peculiaridades de esta familia con información adecuada al respecto:
- La noche que Wilbur nació pudo escucharse un grito espantoso que retumbó por encima de los ruidos de la montaña y de los ladridos de los perros.
- Zecharia fue por allí a llevar un par de vacas de raza Alderney que el viejo Whateley le había comprado. Dicha adquisición marcó el comienzo de una larga serie de compras de ganado vacuno […], pero en ningún momento dio la impresión de que el destartalado establo de los Whateley estuviese lleno hasta rebosar de ganado.
- Wilbur crecía a un ritmo impresionante, pues a los tres meses había ya alcanzado una talla y una fuerza muscular que raramente se observaba en niños de menos de un año.
También se relata la aparición de luces extrañas y la existencia de sonidos ominosos en las inmediaciones de la casa de los Whateley que, por cierto, al cabo de unas semanas es reformada por el viejo brujo para ampliar su tamaño. Después de leer las primeras páginas ya disponemos de una serie de ingredientes preparados para afirmar con certeza que algo anormal sucede en Dunwich, concretamente en el hogar de los Whateley. La confirmación llega cuando el viejo Whateley, víctima de una enfermedad, agoniza en su cama, y el médico del pueblo, el doctor Houghton, es testigo de las últimas palabras del hombre hacia su nieto, el horrible Wilbur.
–Más espacio, Wilbur, necesita más espacio y cuanto antes. Tú creces, pero “eso” crece más deprisa.
Por si fuera poco, el doctor escucha un chapoteo y otros sonidos perturbadores en la planta superior de la casa, que se encuentra cerrada.
Definitivamente, no necesitamos muchas más pistas para entender que Wilbur no es la única criatura extraña que reside en el seno de la familia Whateley. Algo más, “eso”, se esconde en el hogar, el mismo ser que posiblemente se alimenta de esas piezas de ganado que el abuelo y su nieto han comprado asiduamente y de las que no quedaba rastro a los pocos días de la adquisición. El lector, que es inteligente, ya cuenta con la información necesaria para realizar sus cábalas y comprender de qué va todo, sentir interés o no y desear en consecuencia conocer cómo continúa la historia.
La posición privilegiada en lo relativo al conocimiento de información aparece cuando “eso” escapa de la casa de los Whateley e inicia sus correrías por el pueblo. Mientras que el lector conoce la verdad de lo que sucede, los habitantes de Dunwich se ven sobrecogidos por el terror y el desconcierto.
Luther trató de balbucir lo que había visto a Mrs. Corey.
–[…] ¡algo pasa allí! Es como si hubiese caído un rayo. Todos los matorrales y arbolillos del camino han sido segados como si toda una casa les hubiera pasado por encima. […] Hay huellas en el camino, Mrs Corey… tremendas huellas circulares tan grandes como un tonel.
Quienes descolgaron el auricular oyeron a una aterrada voz proferir en tono desgarrador: “¡Socorro! ¡Dios mío!” […]. La casa de los Frye se había hundido como si del cascarón de un huevo se tratase y entre las ruinas no puedo encontrarse resto alguno, vivo o muerto. Solo un insoportable hedor y una viscosidad bituminosa.
Aunque al lector no se le ha desvelado todavía el verdadero aspecto del horror de Dunwich, sí es consciente de que es la criatura la que anda suelta por el pueblo atacando cada noche, a diferencia de los aldeanos, que al principio no entienden el alcance de la gravedad de la situación. En este orden de cosas, el lector va a preguntarse cómo podrán hacer frente al horror y cuál será la próxima víctima de la criatura.
“El Señor de los Anillos”, Tolkien
En muchas ocasiones, los personajes y el lector cuentan con la misma información en todo momento, así viven conjuntamente la tensión y la incertidumbre propia de los acontecimientos. De esta manera, el lector genera un sentimiento de identificación hacia los personajes, puesto que experimenta la misma inquietud que ellos ante lo que está sucediendo.
En “El Señor de los Anillos”, hay un capítulo memorable ambientado en las Minas de Moria, una antigua ciudad enana construida bajo las montañas y que conecta las dos vertientes de una impenetrable cordillera. Abandonada durante siglos por sus originales moradores, ahora se encuentra invadida por orcos y otras criaturas malignas. La Compañía del Anillo decide atravesar las enormes minas de manera secreta para acortar su travesía hacia Mordor, esperando pasar desapercibida, pero finalmente, es descubierta y atacada por los terribles orcos. En cierto momento, la Compañía consigue escabullirse, quedando el mago Gandalf atrás para sellar con un conjuro una puerta que les sirva de barricada. De repente, el mago es repelido por alguna fuerza tremenda que se encuentra al otro lado de la puerta y que causa un derrumbe en el pasadizo. Así se relata en la novela las impresiones del mago:
–¿Qué pasó allí arriba en la puerta? –preguntó Gimli.
–No lo sé –respondió Gandalf –. Pero de pronto me encontré enfrentado a algo que yo no conocía. […].
Mientras estaba ahí oí voces de orcos que venían del otro lado, […]. En seguida algo entró en la cámara; pude sentirlo a través de la puerta y los mismos orcos se asustaron y callaron. El recién llegado tocó el anillo de hierro y en ese momento advirtió mi presencia y mi conjuro.
Qué era eso, no puedo imaginarlo, pero nunca me había encontrado con algo semejante.
Este fragmento añade un elemento más al problema general de la fuga de Moria en pos de la supervivencia: la presencia de algún ser desconocido al que los propios orcos que habitan el lugar temen y que Gandalf califica como formidable.
Los personajes y el lector desconocen la naturaleza auténtica de este ser, pero a partir de este momento hay un cambio en la actitud del lector, que estará a la expectativa de que la temible criatura reaparezca y sea revelada al completo, como sucederá más adelante:
Algo asomaba detrás de los orcos, no se alcanzaba a ver lo que era; parecía una sombra y en medio de esa sombra había una forma oscura, quizás una forma de hombre, pero más grande, y en esa sombra había un poder y un terror que iban delante de ella. […]. Las llamas subieron rugiendo a darle la bienvenida y se retorcieron alrededor; y un humo negro giró en el aire. Las crines flotantes de la sombra se encendieron y ardieron detrás. En la mano derecha llevaba una hoja como una penetrante lengua de fuego y en la mano izquierda empuñaba un látigo de muchas colas.
–¡Ay, Ay! –se quejó Legolas–. ¡Un Balrog! ¡Ha venido un Balrog! […].
–Un Balrog –murmuró Gandalf–. Ahora entiendo. –Trastabilló y se apoyó pesadamente en la vara.– ¡Qué mala suerte! Y estoy tan cansado.
Nos enteramos al mismo tiempo que los personajes de qué era aquella criatura misteriosa que había al otro lado de la puerta y que finalmente se manifiesta por completo para acabar con los héroes, un Balrog.
Además, cambia instantáneamente el equilibrio en el nivel de conocimiento de información entre personajes y lector. Un Balrog no ha aparecido nunca antes en la obra, así que el lector no cuenta con una medida de la auténtica categoría de este rival. Gandalf y Legolas, en cambio, reconocen la criatura en cuanto la ven directamente, y de sus reacciones se infiere que se trata de un enemigo letal. Al lector ya solo le queda esperar lo peor, más cuando el único personaje que parecía poder hacerle frente, Gandalf, confiesa encontrarse sin fuerzas para detenerlo.
La próxima semana añadiremos nuevos ejemplos y matices relativos a este concepto del equilibrio en la cantidad de información que manejan escritor, lector y personajes. No olvides visitarnos y practicar con nosotros en sttorybox.com